Videla, do poder ao cárcere, em matéria no La Nacion

Do Lanacion.com

Del poder sin límites al final en una cárcel

La figura de Jorge Rafael Videla quedará inevitablemente asociada al proceso de mayor violencia, crímenes de lesa humanidad y desapariciones de la historia argentina. Un proceso que comenzó varios años antes del golpe del 24 de marzo de 1976 y reconoce distintos responsables, pero que encuentra en el ex teniente general fallecido ayer a su hombre más emblemático, junto al ex almirante Emilio Eduardo Massera, muerto en noviembre de 2010.

Las confesiones de Videla , hechas hace algo más de un año al periodista Ceferino Reato, son un símbolo de la barbarie y la impunidad con que actuaron quienes manejaron el país en ese período sangriento, al margen de enunciados que, al producirse el derrocamiento de Isabel Perón, fueron compartidos por una amplia porción de la población.

Nació el 2 de agosto de 1925 en Mercedes, provincia de Buenos Aires; su padre, cuya ascendencia entroncaba con tradicionales familias puntanas, era asimismo militar y llegó al grado de coronel. Compartió el hijo la vocación paterna y, a los 19 años, revistó como subteniente de infantería. No hay en su carrera ningún hecho destacable o significativo hasta 1971, cuando se convirtió en director del Colegio Militar, destino comúnmente asignado a oficiales en los que se destaca cierto relieve intelectual. Jefe del Estado Mayor bajo la comandancia de Leandro Anaya, continuaba en ese cargo durante los tumultuosos días de la presidencia de Isabel Perón.

Oficial correcto y bien conceptuado aunque ignoto, el azar escalafonario lo puso al frente del Ejército en medio de graves circunstancias, derivadas de los enfrentamientos entre fracciones del peronismo, profundizadas tras la muerte del general Juan Domingo Perón, y del accionar de organizaciones terroristas que sembraron de muerte el país y, ya por esos años, fueron combatidas mediante procedimientos tan ilegales como aberrantes.

El 27 de agosto de 1975, Videla fue designado comandante en jefe del Ejército por la viuda de Perón, quien habría sido persuadida de que Videla constituiría un respaldo frente a todo intento de desplazarla del Poder Ejecutivo. Por antigüedad, ese puesto le hubiera correspondido al general Carlos Delía Larocca, entonces comandante del III Cuerpo de Ejército, a cargo del Operativo Independencia en Tucumán, quien había sido un brillante campeón hípico, pero que al parecer poco entendía de política. Consciente de sus limitaciones pidió que se lo excusara y se apeló entonces al siguiente de la lista: Videla.

Alguna vez éste dijo en declaraciones periodísticas, formuladas mucho después del golpe de 1976, que a partir de su asunción como comandante, “el Ejército había resuelto decir basta”; es éste un dato que no puede ser desdeñado, pero al que no corroboran los restantes que se conocen. En realidad, no hay indicio valedero que permita afirmar que Videla haya tenido desde un comienzo la intención de derrocar a Isabel Perón. Es más: justamente el argumento esgrimido al elegírselo fue la necesidad de asegurar la disciplinada obediencia castrense.

Casado con Raquel Hartridge y padre de siete hijos, era un hombre introvertido, meticuloso, con acreditada fama de honorabilidad; “austero” era el calificativo que se le aplicaba. Nadie le atribuía específicos intereses o tendencias en materia política y, por otra parte, se hallaba al frente de un grupo de oficiales que había sustentado la conveniencia de mantener sensata distancia con la vorágine en que se debatían los poderes públicos. Porque afuera arreciaba el vendaval. A la furia subversiva y a la ola de atentados, crímenes y secuestros; al horror de las bandas parapoliciales y sus feroces represalias, se sumaban la calamitosa situación económica, las temblequeantes indecisiones del Gobierno y el estado deliberativo de los gremios. Entretanto, el gobierno de Isabel exhibía algunos logros operativos: la guerrilla había sido diezmada con harta facilidad en Formosa y pronto lo sería igualmente en Monte Chingolo; los focos sembrados por el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) en la selva tucumana estaban ya casi extinguidos e incluso la misma Triple A parecía aletargada tras la renuncia de José López Rega.

Pero muchas voces civiles pedían que los militares tomaran el poder. El 18 de diciembre de 1975, el motín conocido como “capellinazo” dio cuenta del comandante de la Fuerza Aérea, Héctor Luis Fautario, quien rechazaba la alternativa de un golpe de Estado y fue sustituido por Orlando Capellini. Poco después trascendieron casos de insubordinación en guarniciones de Neuquén; generales, almirantes y brigadieres temieron que si no tomaban el toro por las astas, lo harían sus subalternos: o se ponían a la cabeza de éstos o éstos removerían los escalafones en busca de nuevos jefes.

Para mediados de enero de 1976 el golpe estaba plenamente en marcha e incluso circulaban los nombres de quienes serían ministros. Se produjo el 24 de marzo, día en que asumió el poder la Junta Militar. El 29, Videla juró como presidente de facto.

El llamado Proceso de Reorganización Nacional se definía, en primer lugar, por su nombre: era un “proceso” de modo que no constituía un hecho transitorio o coyuntural, y de ahí -según la frase que alcanzó fama- que tuviese “objetivos y no plazos”.

La administración de cuanta cosa hubiese -entidad, territorio e incluso el cometido antisubversivo- se adjudicaría en porciones idénticas -el famoso “33 por ciento”- a cada fuerza armada; otra norma acordada por el poder militar era que el período del propio Videla o de quien ocupase su puesto iba a extenderse por un plazo establecido.

 

Imágenes de Jorge Rafael Videla en la prisión de Campo de Mayo publicadas en el libro “Disposición Final”, de Ceferino Reato.
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Evidentemente, Videla no era un hombre de Estado y, aun como soldado, incurrió sin protesta en el error de asumir una jefatura que no abarcaba el requisito necesario e inexcusable de la unidad del mando, que es el abecé de la conducción militar.

Qué hacia Videla en medio de ese engendro institucional es algo que nunca se ha aclarado. La subversión era ya casi incapaz de grandes operativos, siendo el más considerable de los que realizó en esa instancia del gobierno militar, el de la bomba colocada en el comedor del Departamento de Policía, pues en los demás casos -los asesinatos de los generales Cardozo y Actis, el de Paula Lambruschini, el atentado contra el canciller Guzetti- se trató, en general, de acciones individuales, tipo terrorismo hormiga. La cúpula de Montoneros había optado por el exilio y Roberto Mario Santucho abatido con las armas en la mano en Villa Martelli.

Las masacres espantosas por parte de efectivos de las Fuerzas Armadas y de seguridad, los secuestros y detenciones ilegales, las desapariciones, los centros clandestinos de detención, los horrendos rumores acerca de reclusiones infames, de torturas, de expolios, parecían hechos que le pasaban por arriba a Videla: seco, como asustado y con voz insegura, hablaba entonces de “consecuencias no deseadas”.

Es obvio que en algún momento quiso poner límite al espanto y entonces designó a su amigo, el general Arturo Amador Corbetta, como jefe de la Policía Federal; unas noches más tarde se arrojaban cadáveres junto al Obelisco, para mofarse de las buenas intenciones anunciadas.

El Estado policíaco en algún momento se convirtió en un Estado con parcelas o feudos cuyo manejo daba origen a frecuentes conflictos.

Un grupo proclive al diálogo con sectores políticos, encabezado por el general Roberto Viola, que oportunamente sucedería a Videla, y por el ministro del Interior, Albano Harguindeguy, aparecía enfrentado a otro grupo en el que se hallaban los “duros”: Ibérico Saint Jean, Guillermo Suárez Mason, Santiago Omar Riveros, Luciano Benjamín Menéndez y Ramón Genaro Díaz Bessone, aferrados tanto a la intemperancia garantizada por la impunidad como a diluidas nociones del viejo nacionalismo autoritario y católico.

Pero éstas, vistas a distancia, eran peleas de pigmeos aunque fuese de pigmeos despiadados. La escena la llenaba el “superministro” José Alfredo Martínez de Hoz, quien concentraba en sí la totalidad de la gestión económica y creó una notoria imagen de prosperidad, decisiva en ese entonces aunque luego se revelara ilusoria. Fueron los años de “la tablita”, de la “plata dulce”, de los viajes a Miami, del “déme dos”, de la “bancarización” de las cooperativas de crédito, de un entusiasmo loco y hasta multitudinario por la especulación bursátil y las bicicletas financieras, y de la nacionalización de la Compañía Ítalo-argentina de Electricidad. Videla se apoyó en su ministro de Economía y lo preservó de los ataques de Massera y de los “duros”.

 

 

 

El autoritarismo del Proceso se vio también en la fuerte censura a la prensa y en las persecuciones, prohibiciones o proscripciones que padecieron artistas o intelectuales diversos, vinculables a las posiciones políticas que esas personas habían adoptado. Desde quemas de libros de Eudeba o de Ediciones de la Flor, que daban cuenta de que para el régimen militar algunos libros podían resultar peligrosos, hasta la prohibición de difundir en los medios de comunicación las grabaciones que hizo Carlos Gardel de tangos como “Aquaforte” o “Pan”, y las canciones de María Elena Wash, difícilmente sean olvidadas.

La ridiculez y el disparate pueden ser caminos hacia una tragedia. Fue así como se estuvo al borde de una guerra con Chile por el diferendo limítrofe relativo a las islas del canal de Beagle. Videla, al igual que Viola, no pudo sustraerse a los apasionados reclamos de emplear la fuerza. Hubo ajetreados preparativos y llamamientos encendidos. Una primera mediación papal fracasó y el 23 de diciembre de 1979 empezó el movimiento de tropas. La intervención, verdaderamente providencial, del cardenal Antonio Samoré consiguió, a último momento, impedir el cataclismo y Videla se animó por fin a dar la orden de repliegue.

El episodio resultó ilustrativo de la inconsistencia de la jerarquía establecida en aquel tiempo: una guerra se estaba por hacer sin que la decidieran el presidente ni el comandante del Ejército, como si los hombres de armas no dependiesen de ellos.

Las relaciones exteriores evidenciaron las notables contradicciones del régimen militar, incluso mucho antes del fin de ciclo que provocó la Guerra de las Malvinas. El acendrado occidentalismo que proclamaba el Proceso hallaba como respuesta las más terminantes condenas de los gobiernos e instituciones occidentales hacia las violaciones de los derechos humanos; el alineamiento incondicional junto a los Estados Unidos era simultáneo con las críticas de la administración Carter al gobierno argentino; las evidentes simpatías hacia el régimen racista y anticomunista sudafricano se diluían en la confusa adhesión al Movimiento de Países no Alineados que, de hecho, era el único ámbito de solidaridad que le quedaba al Proceso; Israel proveía de armas, en tanto las más esperanzadas expectativas argentinas estaban puestas en el incremento de las exportaciones a Irán y a los países árabes; finalmente, el fervoroso antimarxismo debía ser compatibilizado con la casi excluyente condición de partenaire comercial que adquirió durante esa etapa la Unión Soviética, cuando la Argentina rehusó adherir al bloqueo del intercambio promovida por los Estados Unidos para castigar a Moscú por su intervención en Afganistán.

El respaldo militar estuvo desde el arranque condicionado y no sólo por los enfrentamientos facciosos dentro del Ejército sino también por la avasallante y ambiciosa personalidad de Massera, quien abiertamente conversaba con Mario Firmenich y despotricaba contra Martínez de Hoz, en tanto Videla casi como en una burbuja recibía a escritores, visitaba China, asistía a la entronización de Juan Pablo II, se imponía de detalles del operativo “Marchemos a la frontera” y gozaba de cierto calor popular por la obtención del Mundial de fútbol en 1978.

Pero se aproximaba el término del “mandato” de Videla, y el único al que se podía presumir capacitado para desatar ese nudo de contradicciones y vergüenzas era Viola, comandante en jefe y obvio delfín. Las cosas parecían estar todas encaminadas en esa dirección y podía suponerse que transcurrirían sin inconvenientes. Sin embargo, súbitamente Luciano Menéndez pateó el tablero y se alzó para impedir la designación. La insurgencia -limitada a la guarnición de Córdoba- fue incruentamente sofocada, pero hubo un precio que pagar: Viola, para ser elegido, debió pedir el retiro y delegar el mando del Ejército en Leopoldo Galtieri, de modo que cuando finalmente se convirtió en presidente no lo fue sino en calidad de endeble juguete del arbitrio ajeno, carente de subalternos a quienes mandar. Videla, así, no dejó como herencia inmediata la apertura ni la declamada transición hacia la “institucionalización”, sino presagios de disolución y del inminente eclipse de la preeminencia militar.

Después vino el conocido e inevitable derrumbe del régimen, tras la derrota en las islas Malvinas, la apertura democrática, el juicio a las juntas militares, el vituperio, las comprobaciones, las condenas, el indulto, la retahíla interminable de nuevos juicios, de nuevas actuaciones y testimonios, y de nuevas condenas. Vino la visibilidad abrumadora del horror acaecido, la ausencia, la soledad e incluso el rechazo de aquellos que habían sido sostenedores devotos de esa excepcionalidad aventurera y sanguinaria.

Videla fue testigo de todo eso y lo fue -hay que reconocerlo- con arrestos de dignidad, sin expresar quejas y sin caer en reproches ni sentimentalismos, casi sin más exposición pública que la que le podían dar el paso recurrente por los tribunales y la participación en ceremonias religiosas. No rehuyó en sí culpas y hasta hizo algún alarde de asumir responsabilidades, aunque jamás el necesario arrepentimiento.

Sólo rompió su tozudo silencio en los últimos años, mientras -ya octogenario- purgaba su condena por sustracción de menores y crímenes de lesa humanidad en la cárcel de Campo de Mayo. Sus declaraciones, publicadas en el libro Disposición final, de Ceferino Reato, parecieron evidenciar la existencia de un plan sistemático para matar sin dejar rastros. Confió que “eran siete u ocho mil las personas que debían morir para ganar la guerra contra la subversión” y que no podían ser fusiladas ni llevadas a la Justicia. “Estábamos de acuerdo en que era el precio a pagar para ganar la guerra y necesitábamos que no fuera evidente para que la sociedad no se diera cuenta. Para no provocar protestas dentro y fuera del país, sobre la marcha, se llegó a la decisión de que esa gente desapareciera”, señaló.

Ayer, Videla dejó este mundo. Lo hizo sin haber exhibido en momento alguno ni una mínima dosis de arrepentimiento. Apenas, como lo confesó en esas últimas declaraciones, se fue con una “molestia” o “un peso en el alma”.

LAS FRASES QUE DEFINIERON AL EX DICTADOR

Del anticipo al golpe a sus confesiones en prisión.

25.12.1975

Discurso de Navidad ante las tropas en Tucumán

  • “El Ejército argentino, con el justo derecho que le concede su cuota de sangre derramada, reclama con angustia, pero también con firmeza una inmediata toma de conciencia para definir posiciones”

30.3.1976

Discurso de asunción como presidente de facto

  • “El país transita por una de las etapas más difíciles de su historia. Colocado al borde de la disgregación, la intervención de las Fuerzas Armadas ha constituido la única alternativa posible”

14.12.1979

Conferencia de prensa en la Casa Rosada

  • “Es una incógnita, es un desaparecido. No tiene entidad, no está ni muerto ni vivo. Está desaparecido”

7.7.1984

Declaración durante el juicio a las juntas

  • “La junta no había asumido la responsabilidad del planeamiento y conducción de las operaciones de la lucha contra la subversión”

1.5.2012

Libro Disposición final, de Ceferino Reato.

  • “En ese período hubo chicos que fueron sustraídos. No respondía a un plan sistemático, pero había responsabilidad oficial del gobierno”

1.5.2012

Libro Disposición final, de Ceferino Reato

  • “El error está en eso, en haber hecho un uso y abuso del desaparecido como una cosa misteriosa”

15.2.2013

Entrevista con Cambio 16

  • “El matrimonio Kirchner vuelve a retrotraer todo este asunto a la década de los setenta, y vienen a cobrarse lo que no pudieron cobrarse en esa década”

17.3.2013

Entrevista con Cambio 16

  • “De perpetuarse el Gobierno en el poder, en la senda de trocar el sistema representativo, republicano y federal por un comunismo a la cubana, serán las Fuerzas Armadas y de seguridad [las que lo] impedirán”
Luis Nassif

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